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Foto del escritorLucia G. Echezarraga

"El arte como fenómeno social: epistemología y ontología del arte con una mirada socio-política"



El arte como fenómeno social

1. ¿Qué es el arte? Problemáticas de su definición.

2. Nuestra definición.

3. El arte como símbolo de la metamorfosis cultural y socio-política

4. Consideraciones finales. El arte salva.



1. ¿Qué es el arte? Problemáticas de su definición.


Durante el transcurso de la historia se ha debatido largamente acerca del fenómeno artístico, del placer y dolor que éste provoca, de su relación con el tiempo y la intención del artista, pero previamente a adentrarnos en el análisis central que aquí nos ocupa – la influencia del contexto socio cultural en la obra artística - parece necesario cuestionarnos qué es el arte.

¿Podría cualquier representación – en cualquiera de sus formas – ser considerada “arte”?

Esta pregunta que nos conduce a incursionar en los cimientos más profundos de la utilización del término, viene motivada por una aparente indefinición actual del arte, de manera que la capacidad de identificar y reconocer las obras de arte se encuentra debilitada.

Pareciera ser que conforme pasan las épocas no subsisten ya patrones de lo artístico, o criterios que permitan delimitar con cierta certeza las obras de arte. Más aún, no parece que queden ya patrones de lo artístico ni criterios que permitan identificar, reconocer o trazar siquiera una frontera entre el arte y el “no-arte”.

Introduciéndonos aún más esta problemática cuestión podríamos preguntarnos: ¿Es inherente a la creatividad artística la incorporación de criterios previos que permitan delimitar las fronteras del arte?

Buscaremos a lo largo de este apartado, comprender qué ha sido del arte en su propio devenir, y cuáles son las condiciones que lo hacen internamente posible – si es que las hay -.

En primer lugar, intuitivamente surge el cuestionamiento común que nos conduce a pensar que, en la necesidad de fijar criterios previos de posibilidad del arte y de someterlos a un principio uniformador, podría perderse de vista la diversidad viva del arte, lo distintivo e irrepetible que caracteriza a los fenómenos artísticos.

Es así que muy probablemente prefiriésemos llevar a cabo una experiencia sensible con la obra artística que se encontrara desprovista de pre conceptos, prejuicios o criterios apriorísticos que condicionaran nuestra particular conexión con la misma, aventurándonos así al excitante desconcierto que pudiera generarnos tal experiencia.

Muchos teóricos que se han ocupado del análisis que nos ocupa, han aseverado que cualquier persona sin mayores conocimientos podría distinguir qué es arte y qué no lo es ¿Es esto realmente así?

En líneas generales, y particularmente en lo que respecta al arte en su expresión tradicional, podríamos adherir a tal afirmación. Muy fácilmente una persona sin mayores conocimientos en la materia podría distinguir en el Museo del Louvre una obra de arte de, por ejemplo, un utensilio de cocina que pudieran encontrarse al azar por allí abandonado. Pero, ¿qué ocurre por ejemplo, en el caso del arte contemporáneo actual y sus múltiples expresiones cuyo acabado parece no encontrarse completo aún? ¿Qué ocurre con esas obras cuya identificación no es tan evidente y generan desconcierto en el espectador?

Ejemplificando concretamente este particular interrogante en un caso reciente, podemos advertir el caso de la obra titulada “Comediante”, la cual consiste únicamente en un plátano y una cinta adhesiva pegándolo a la pared; obra ésta que fue expuesta en el Art Basel Miami Beach por un precio de $120 mil dólares.











Cabe citar aquí al filósofo Heidegger quien refirió: “¿cómo podemos estar seguros de que las obras que contemplamos son realmente obras de arte si no sabemos previamente qué es el arte?” [1]


2. Nuestra definición


A priori advertirá lector que un camino posible para tomar un rumbo en este inquietante laberinto podría ser la contraposición entre un concepto cerrado y abierto de arte, - entendiendo al primero como el que enmarca al fenómeno dentro de ciertas condiciones necesarias y suficientes estableciendo una rígida frontera entre lo que se considera o no como fenómeno artístico - y al último como aquel que no condiciona la existencia del fenómeno a condiciones preexistentes e inamovibles, sino que permite una elasticidad mucho más acentuada a la hora de reconocer la posibilidad de definirlo.

Pareciera ser entonces, que una respuesta posible a estas incógnitas podría ser – lejos de adoptar una concepción esencialista sobre su definición - considerar arte a todo aquello consagrado como tal en una determinada cultura o contexto histórico, contemplando los criterios consensuados por un determinado marco historial y cultural en un momento dado.

En este sentido, consideramos arte tanto las obras griegas, renacentistas o barrocas como también a las expresiones modernas y contemporáneas del arte, las cuales lejos de circunscribirse a condiciones prefijadas, amplían e incluyen las más diversas expresiones, existiendo a todas luces una evidente e irrefutable dialéctica entre el reconocimiento y existencia misma del fenómeno artístico y el contexto social, cultural e histórico de cada época.

En efecto, podríamos decir que tanto su concepto como también su existencia misma se van reflejando conforme se suceden las distintas convenciones a lo largo del tiempo, no siendo el fenómeno artístico mas que una expresión socio histórica que parecería insoslayable.

Entonces cabe preguntarnos, ¿acaso es la obra accesible en sí misma? Es decir, ¿puede aislarse la obra de cualquier relación con factores ajenos a ella misma? ¿Puede escindirse la comprensión y análisis de una obra prescindiendo de su raigambre? ¿No es, en cambio, la obra sino la intención del artista?


3. El arte como símbolo de la metamorfosis cultural y socio-política


“Seremos nosotros, los artistas, la vanguardia. El poder del arte, en efecto, es más inmediato y más rápido: cuando deseamos difundir nuevas ideas entre los hombres, las inscribimos en el mármol y en la tela [...] y de este modo, sobre todo, ejercemos una influencia eléctrica y victoriosa. Apelamos a la imaginación y a los sentimientos de la humanidad, por lo cual siempre inspiramos la acción más viva y decisiva” (Saint–Simon, 1982: 47).

El extensísimo recorrido del fenómeno artístico en la historia nos permite advertir que, al adentrarnos en contextos sociales posrevolucionarios o convulsos, y en movimientos estéticos y socioculturales encabezados por vanguardias artísticas, vuelve a replantearse la relación existente entre arte y sociedad. Ahora bien, ¿Cómo es que estos fenómenos se encuentran históricamente entrelazados?

Advertirá el lector que la respuesta a este interrogante podría abarcar un profundo y exhaustivo análisis del impacto de distintos fenómenos en el ámbito artístico cuyas ejemplificaciones nos conducirían al infinito si procurásemos no solo analizar la tradición antigua, moderna y contemporánea sino también hipotetizar sobre sus potenciales posibilidades hacia el futuro.

No obstante, a fin de delimitar los alcances de este artículo a la luz del análisis propuesto al lector, el cual gira en torno al binomio arte-sociedad, viene a mi mente de manera casi inmediata - luego de la inagotable producción artística griega y las academias artísticas renacentistas –el período barroco; período cultural que abarcó desde la segunda mitad del siglo XVI hasta la primera mitad del siglo XVIII.

El llamado estilo barroco, el cual fue impregnando las distintas áreas del movimiento artístico de la época, (música, pintura, literatura) destacaba por su valorización de lo extravagante, el exceso de ornamento y exuberancia y, alejándose de las prescripciones filosóficas del renacimiento que llamaban a la mesura y al equilibrio, optó más bien por la representación de las pasiones y los temperamentos interiores, evocando un clímax de intensa dramaticidad. En efecto, si algo caracterizó al barroco fue el principio del horror vacui, expresión latina que quiere decir 'horror al vacío'. El arte barroco, en todas sus manifestaciones, tiende a exhibir acabados recargados con lo que pretende llenar todo el espacio.

Específicamente en la composición musical, el contraste como elemento que propendió a otorgar dramaticidad puede advertirse muy fácilmente en las obras de Antonio Vivaldi, cuyas melodías proponen al oyente experimentar las mas variadas emociones.

Ahora bien, ¿qué fue lo que originó tales características? ¿Existió acaso algún factor detonante del florecimiento de las particularidades anteriormente mencionadas? ¿Tuvieron acaso tales particularidades una finalidad “premeditada”?

El género Barroco se inicia en Italia, cobijado y dinamizado por la jerarquía católica que tuvo en el arte una excelente arma propagandística para frenar la Reforma protestante impulsada por Martin Lutero. Para aquel entonces, el Concilio de Trento, realizado entre 1545 hasta 1563, causó grandes reformas en el catolicismo en respuesta a la Reforma Protestante, por lo que el movimiento comenzó a desarrollarse en un arte eclesiástico que deseaba propagar la fe católica.

Sin dudas, el arte barroco jugó un papel importante en los conflictos religiosos de ese período, en una Europa que se encontraba desangrada por las guerras de religión conocidas como la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). En materia arquitectónica y artística, en clara contraposición a la tendencia protestante de construir edificios sobrios y austeros en materia de decoración, la iglesia católica usará para sus fines litúrgicos la grandiosidad y la complejidad barroca. Tales expresiones tuvieron como objetivo último el acercamiento de los fieles a las tradicionales raíces del dogma Católico, y, es por ello que se puede afirmar que el Barroco es la expresión estética de la Contrarreforma.

Con el correr de los años a partir de la caída de los distintos regímenes absolutistas y la paulatina escisión entre la Iglesia y el Estado, fue la expresión laica de este último la que también supo comprender a la perfección la importancia de los movimientos artísticos, interesándose particularmente en ampararlos para hacerles servir fines nacionales y/o publicitarios, que divulgasen ciertos criterios unificadores a nivel nacional y también para la propaganda cultural en el exterior.

A propósito de ello, viajando a través de los siglos para situarnos en la modernidad, “La campaña de las cien flores” (1957) impulsada por Mao Tse Tung, alentó crítica y debate acerca de los problemas políticos y económicos que aquejaban a China en aquel entonces, bajo la siguiente consigna:

“Permitir que 100 flores florezcan y que cien escuelas de pensamiento compitan es la política de promover el progreso en las artes y de las ciencias y de una cultura socialista floreciente en nuestra tierra”.

Como consecuencia de ello, entonces, los ciudadanos comenzaron a hablar abiertamente. Estudiantes de la Universidad de Pekín crearon un ''mural democrático'' mediante el cual criticaban mediante escritos y posters al Partido Comunista Chino y a algunos de sus dirigentes.

El resultado final de la Campaña de las Cien Flores fue la persecución de los intelectuales, funcionarios, estudiantes, artistas y disidentes etiquetados como ''derechistas''. Un llamado a expresiones artísticas que, lejos de propender a la libertad de expresión y producción artística, fueron censuradas y promovidas a fin de detectar a quienes no adscribían a las ideas del Partido Comunista de aquel entonces, con la consiguiente persecución política de los intelectuales de la época.

La importancia del artista y su rol como agente del cambio de la sociedad ha sido una preocupación recurrente puesta en evidencia a lo largo de los siglos XIX y XX mediante el accionar tanto de la política como de las vanguardias y las discusiones en torno al contenido político del arte.

Más adelante en el tiempo, la exposición “Corea del Norte: El peso de la historia”, organizada por Casa Asia en Alhóndiga de Bilbao, España en el año 2011, repasa la evolución artística en aquel país desde 1948 recoge a través de una serie de carteles y pinturas propagandísticas sobre los ideales de la nación gobernada por Kim Jong Il. Las obras pertenecientes al género denominado realismo socialista exaltan el valor de la patria y lo colectivo.

Así también, la exposición “Flores para Kim II Sung”, organizada un año antes en el Museo austriaco de Artes Aplicadas (MAK) de Viena, acercó al público a dicho realismo,cuyos temas principales son soldados disciplinados, niños sonrientes, obreros industriales y campesinos laboriosos sobre paisajes de flores y fondos de llamativos colores.




Tales exposiciones no han estado exentas de polémica entre quienes consideraban que solo se trató de una simple expresión artística y quienes aseveraban que se trataba de pura propaganda comunista.

Ante tales circunstancias, el museo MAK negó que la exposición tuviera fines políticos, alegando que el arte siempre es arte y, por tanto, debe servir para romper fronteras.

Ahora bien, me permito junto al lector preguntarme: ¿es el arte siempre arte? Volviendo al interrogante planteado al inicio de este artículo: ¿No es, en cambio, la obra sino la intención del artista?

Considerar la articulación que existe entre arte y política supone procurar elucidar las relaciones que se establecen entre el hecho artístico y los fenómenos sociales que determinan su producción y recepción y sus posibilidades de promover la conciencia crítica de la población.

En este sentido el arte es un lenguaje universal. Ya Auguste Comte le llamaba “la única porción del lenguaje que es universalmente comprendido en toda nuestra especie”. Esto sin olvidar que no hay una Sociedad, sino sociedades, que cada grupo tiene su arte. El arte no es sino un modo de relación del espectador con la sociedad en cuanto lo interpela a observar, analizar y comprender el lenguaje que da a conocer mediante su reproducción; reproducción que pone en evidencia sus aspectos constitutivos relevantes.

En esta línea, la obra de arte posee siempre una dimensión histórica y una dimensión geográfica. La obra de arte es un objeto presente que tiene un pasado que lo estructura y que delimita de alguna manera su propia esencia.

Esta huella que la obra artística va dejando a su paso permite reconstruir sucesos y conjeturar acerca de ciertos acontecimientos con mucho mas registro aun que ciertos hechos históricos en sí mismos, los cuales definitivamente pertenecen al pasado.

El arte se sitúa en el espacio intermedio entre lo existente y lo posible, entre lo existente y lo venidero, entre lo que acontece y el porvenir. Todo ello construye una dialéctica entre lo real y lo posible. Dejando entrever sus posibilidades, al mismo tiempo que pone al descubierto las limitaciones de lo real, sacando a la luz potencialidades ocultas, que desbordan los márgenes de lo dado.

La mirada artística transforma su propia subjetividad, brindando una nueva presencia significativa, generando un ambiente multi sensorial de comprensión, activando y agudizando nuestra reflexión y capacidad de ver y sentir a partir del horizonte propuesto por el artista.

En este sentido, lo esencial del arte es su capacidad de descubrimiento y anticipación, de crear perspectivas a partir de las cuales se mira. Y todo eso ocurre porque a través del mundo instaurado por la obra de arte se abre un nuevo campo de sentido. De ese mundo dimana una luz que nos permite entender y resituarnos en nuestro mundo histórico.


4. Consideraciones finales. “El arte salva.”


Me permito introducir en este apartado una descripción que en sí misma resulta, a mi criterio, uno de los más poéticos homenajes que se han escrito en pos a la descripción de la esencia misma del arte, y que pertenece al filósofo Friedrich Nietzsche:

“...El desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisíaco: de modo similar a como la generación depende de la dualidad de los sexos, entre los cuales la lucha es constante y la reconciliación se efectúa sólo periódicamente. Esos nombres se los tomamos en préstamo a los griegos, los cuales hacen perceptibles al hombre inteligente las profundas doctrinas secretas de su visión del arte, no, ciertamente, con conceptos, sino con las figuras incisivamente claras del mundo de sus dioses. Con sus dos divinidades artísticas, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subsiste una antítesis enorme, en cuanto a origen y metas, entre el arte del escultor, arte apolíneo, y el arte no escultórico de la música, que es el arte de Dioniso: esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado de otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar a luz frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en apariencia tiende un puente la común palabra «arte»: hasta que, finalmente, por un milagroso acto metafísico de la «voluntad» helénica, se muestran apareados entre sí, y en ese apareamiento acaban engendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea de la tragedia ática.”

Friedrich Nietzsche describe la dualidad entre las figuras griegas de Apolo y Dioniso y su significado, proyectada sobre el mundo de las artes.

Lo apolíneo y dionisíaco son modos diferentes de entender la experiencia vital en pugna pero complementarios. Apolo representa la serenidad, belleza y racionalidad gracias a las cuales nos sustraemos del flujo salvaje de nuestras vidas, es el descanso luminoso de nuestras almas. Dioniso, dios del vino y del éxtasis se manifiesta como una explosión de vitalidad salvaje. Representa las pulsiones e impulsos primarios, bajo cuyos efectos el sujeto efecto pierde la noción del yo y se funde en la vorágine vital que es la esencia del mundo.

El siglo XXI encuentra a los estudios en torno a la relación constitutiva del arte y la política centrados ya no sólo en las relaciones entre el contexto y la obra como centro del debate, sino también en algunas condiciones que amplían necesariamente el horizonte de conocimiento, como ser la facilidad de transmisión de la imagen en la era de la información y las nuevas tecnologías.

La producción y creación estética de la cultura en el mundo hace a la identidad de una sociedad, a su memoria histórica y las posibilidades que dicha producción trae aparejada de conocer el mundo que la rodea en un escenario de permanente disputa entre el lenguaje del arte y la realidad social.

Un artista es una persona que utiliza los recursos que su época pone a su alcance para preguntarse sobre sí mismo, sobre aquello que lo rodea y quien provee a la sociedad de nuevas y arriesgadas miradas a las cosas más simples, a los objetos más cotidianos, a las costumbres más comunes.

Entonces ¿en qué momento un artista es reconocido? Es reconocido cuando las preguntas que logra plasmar por medio del fenómeno artístico logran interpelar a la sociedad en que vive reaccionando ante él.

Pareciera acrecentarse la visión de que el arte ya no es propiedad exclusiva de los museos, sino que puede encontrarse en lo cotidiano. Lejos de suscribir a condiciones necesarias y suficientes, el arte ha salido de sí mismo y de sus formatos tradicionales. El arte ha desbordado sus propias conceptualizaciones, diseminándose en un espacio que permite a cada uno percibirse como un creador en potencia de una obra artística.

El arte contemporáneo parece haberse convertido en una prolongación de la propia cotidianeidad, que lejos de buscar orden y coherencia busca hacerse preguntas sin el afán de encontrar las respuestas.

En lo vertiginoso del permanente devenir el arte salva. Salva cuando inmersos en el hastío de repente situamos la mirada en la pregunta que quizás un simple graffiti nos propone, descubriéndonos en la tradicional dualidad de la tragedia griega, y conduciéndonos a preguntarnos acerca de nuestra propia vida – y por qué no – a divertirnos.


LUCIA G. ECHEZARRAGA.

[1] HEIDEGGER, Martin, Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1996.

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